Una vez la soledad fue un panteón
Compatible con mi silencio,
Yo compartía entonces la misma vergüenza con la noche, que hoy comparto con el día.
Yo brindaba a vaso lleno de comiteco con las arrugas del viento en una entrada vasta y complaciente a la vista. Ahí desenredaba mis penas, para luego dar pábulo a la murmuración de los inmortales.
Así, me juzgo entonces: hombre de ríos inexistentes por donde naufragan volutas etéreas. Soy y fui, y antes de ser también era un alma vieja, de esas que cojean y sangran, que se fracturan y sufren, de esas que dan pena, lastima, horror, repugnancia y risa. No hay culpa en envejecer tanto en tan pocas vidas, se deberá a lo que escogí como destino, al tratar quizás de ser avezado, me lancé a la hilera de la muerte colándome y cediendo la vida a los suertudos…
Una vez la soledad fue una figura inabrogable pero a la vez sumisa, inerme pero aun así mortal… fue un pacto entre lo tenue y lo desbocado, así una vez mas la soledad me sorprendió acompañando a mi luctuosa sombra.
Entonces, la refulgencia vino a mí. Se desnudó y se mostró acidalia conmigo por ser yo el hombre más parecido a un acetre que recoge agua inexistente y alivia el alma sedienta de nada.